Nuestros queridos niños son un regalo de Dios

Precious Children— A Gift from God
Thomas S. Monson Thomas Spencer Monson (Salt Lake City, 21 de agosto de 1927 - 2 de enero de 2018)​​

En el libro de Mateo leemos que después que Jesús y Sus discípulos descendieron del Monte de la Transfiguración, se detuvieron en Galilea y luego fueron a Capernaum. Los discípulos le preguntaron a Jesús: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?

“Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos,

“y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos.

“Así que, cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos.

“Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe.

“Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mi, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar” (Mateo 18:1-6).

Es significativo que Jesús amara a esos pequeñitos que hacía tan poco tiempo habían dejado la vida premortal para venir a la tierra. Es que los niños, tanto entonces como ahora, son una bendición, despiertan nuestro amor y nos impulsan a las buenas obras.

No es de extrañar que el poeta Wordsworth haya dicho esto del nacimiento: “No viene el alma en completo olvido, ni de todas las cosas despojada, pues al salir de Dios, que fue nuestra morada, con destellos celestiales se ha vestido” (William Wordsworth, “Ode: Intimations of Immortality from Recollections of Early Childhood”, The Complete Poetical Works of William Wordsworth, Londres: MacMillan and Co., 1924, pág. 359).

La mayoría de estos pequeños vienen a padres que los esperan ansiosamente y que se regocijan de tomar parte en el milagro que llamamos nacimiento. Ningún sacrificio es demasiado, ningún dolor muy grande, ninguna espera demasiado larga.

Cómo no habría de chocarnos una historia en los periódicos de los Estados Unidos que dice que “una niña recién nacida, que encontraron en un tarro de basura, envuelta en una bolsa de papel, está en observación en el hospital. Su estado físico es bueno. ‘Es preciosa y muy sana’, dijo el encargado de prensa del hospital. La policía informó que unos hombres que recogían la basura vaciaron el tarro en un camión y notaron que algo se movía entre los desperdicios. Las autoridades son tan en busca de la madre de la criatura”.

Tenemos el solemne deber, el privilegio preciado, si, la sagrada oportunidad, de recibir con amor en nuestro hogar y nuestro corazón a los niños, que hacen nuestra vida mejor.

Nuestros niños tienen tres salas de clase en las que aprender; me refiero a la sala de clase de la escuela, a la de la Iglesia y a la que llamamos el hogar.

La Iglesia siempre ha tenido particular interés en la educación pública y exhorta a sus miembros a participar en cualquier actividad que tenga como fin mejorar la educación de nuestros niños y jóvenes.

No hay nadie más importante en la enseñanza pública que el maestro que tiene la oportunidad de amar, enseñar e inspirar a los niños y jóvenes, deseosos de aprender. El presidente David 0. McKay dijo: “El magisterio es la profesión más noble del mundo. La estabilidad y la pureza del hogar, así como la seguridad y permanencia de una nación dependen de la educación apropiada de nuestros niños y jóvenes. Los padres dan al niño la vida; el maestro lo capacita para vivirla bien” (David 0. McKay, Gospel Ideals, Salt Lake City: Improvement Era, 1953, pág. 436). Confío en que reconozcamos su importancia y su misión vital, proveyéndoles las condiciones apropiadas para su labor, los mejores libros y sueldos que demuestren la gratitud y confianza que nos inspiran.

Todos recordamos con afecto a los maestros de nuestra niñez y juventud. Siempre me pareció gracioso que mi maestra de música fuera la señorita Bemoles. Tenía la habilidad de inculcar en sus alumnos el amor a la música y nos enseñó a reconocer los instrumentos por el sonido. Recuerdo muy bien la influencia de Ruth Crow, nuestra maestra de higiene. Aunque eran los días de la depresión económica, ella se ocupó de que todos los alumnos del sexto grado tuviéramos una gráfica del cuidado dental; personalmente se ocupaba de que todos tuviéramos la atención odontológica apropiada, ya fuera de origen privado o público. Cuando la señorita Burkhaus, que nos enseñaba geografía, nos mostraba los mapas del mundo y nos señalaba las capitales de las naciones, con los aspectos distintivos de cada país y sus rasgos idiomáticos y culturales, ni siquiera me imaginaba que algún día conocería yo esos lugares y esos pueblos.

Es vital la importancia de estos maestros, que elevan a nuestros niños, les agudizan el intelecto y los motivan a progresar.

El aula de la Iglesia aporta su aspecto esencial a la educación de todos los niños y jóvenes. Allí, el maestro inspira a los que asisten a sus clases y sienten la influencia de su testimonio. En la Primaria, la Escuela Dominical y las reuniones de las Mujeres Jóvenes y del Sacerdocio Aarónico, hay maestros bien preparados, llamados por inspiración del Señor, que influyen en cada niño y joven para que busquen “palabras de sabiduría de los mejores libros … conocimiento, tanto por el estudio como por la fe” (D. y C. 88: 118) . Una palabra de aliento aquí y pensamiento espiritual allí afectan una valiosa vida y dejan su marca indeleble en el alma inmortal.

El maestro humilde e inspirado de la Iglesia puede despertar en sus alumnos el amor por las Escrituras. Incluso puede llevar al Salvador y a los Apóstoles de la antigüedad no sólo a la sala de clases sino al corazón, la mente y el alma de nuestros niños.

Quizás el aula más importante de todas sea el hogar. Allí es donde se forman la actitud, las creencias más arraigadas, y donde se fomenta o se destruye la esperanza. Nuestro hogar es el laboratorio de nuestra vida; lo que hagamos allí determinara el curso que sigamos al irnos de casa. El doctor Stuart E. Rosenberg escribió esto en su libro El camino a la confianza: “A pesar de todas las nuevas y modernas invenciones, estilos y tendencias, nadie ha inventado todavía, ni lo hará, un substituto satisfactorio de nuestra familia”.

Un hogar feliz es como un cielo más temprano en la tierra. El presidente George Albert Smith dijo: “¿Queremos tener hogares felices? Si es así, deben reinar en ellos la oración y la gratitud”.

Hay veces en que los niños vienen a este mundo con un impedimento físico o mental. Por mucho que tratemos, es imposible saber por que o cómo ocurre esto. Admiro a los padres que, sin quejarse, reciben en sus brazos y en su vida a uno de estos hijos de nuestro Padre Celestial y le dedican esa medida extra de sacrificio y amor.

El verano pasado, en un campamento, observe a una madre que alimentaba pacientemente a su hija adolescente, que sufría de una incapacidad a consecuencia de problemas ocurridos al momento del nacimiento, y dependía totalmente de ella. Le daba una a una las cucharadas de comida y los tragos de agua, mientras le sostenía la cabeza. No pude menos que pensar: Durante diecisiete años, esta madre se ha dedicado a servir a su hija en todo, no pensando jamás en su propia comodidad, su propio placer, su propio alimento. Que el Señor bendiga a esos padres y a esos niños. Y lo hará.

Los niños expresan el amor en formas novedosas. Hace unas semanas, el día de mi cumpleaños, una preciosa niñita me regaló una tarjeta escrita por ella; en el sobre había metido un candadito de juguete que pensó que me gustaría recibir de regalo.

“Nada hay más hermoso, entre todas las cosas bellas del mundo, que ver a un niño cuando da un regalo, por insignificante que sea. El niño pone el mundo a nuestros pies; abre el mundo ante nuestros ojos como si fuera un libro que nunca antes pudimos leer. Pero cuando da un regalo, es siempre algo absurdo … como un ángel con aspecto de payaso. En realidad, es muy poco lo que puede dar, porque sin darse cuenta, ya nos lo ha dado todo” (Margaret Lee Rubeck, Bits e Pieces, 20 de septiembre de 1990).

Así fue el regalo que Jenny me hizo.

Si todos los niños pudieran contar con padres cariñosos, un hogar estable y buenos amigos, ¡que maravilloso sería su mundo! Lamentablemente, hay muchos que no tienen esa bendición. Hay muchos que son testigos de los golpes brutales que da el padre a la madre, mientras que otros reciben ellos mismos esos golpes. ¡Que cobardía, que depravación, que vergüenza!

En todas partes llegan al hospital los pequeñitos magullados y golpeados, junto con mentiras descaradas de que “se golpeó contra la puerta” o “se cayó de las escaleras”. Estos mentirosos y malvados que los maltratan algún día. cosecharan la tempestad de sus malas acciones. El niño silencioso, lastimado, ofendido, víctima a veces del maltrato y del incesto, debe recibir ayuda.

Un juez me escribió lo siguiente: “El abuso sexual de los niños es uno de los crímenes más depravados, destructivos y desmoralizadores de una sociedad civilizada. Hay un alarmante aumento de denuncias de maltrato físico, sociológico y sexual de los niños. Nuestros tribunales están inundados de esta conducta repugnante” .

La Iglesia no acepta tal comportamiento vil y perverso, sino que condena con los términos más severos ese trato de los hijos preciados de Dios. Debemos rescatar, enseñar, amar y sanar al niño que así sufra. Y debemos llevar al ofensor ante la justicia, hacerlo responsable de sus acciones y obligarlo a recibir tratamiento profesional que lo cure de una conducta tan diabólica. Si sabemos de alguien que lo haga y no hacemos algo por detener al culpable, nos convertimos en cómplices; compartimos su culpa; experimentamos parte del castigo.

Espero no haber hablado demasiado severamente, pero quiero a esos pequeñitos y sé que el Señor también los ama. No hay un relato más conmovedor de Su amor que la experiencia que se cuenta en 3 Nefi, cuando Jesús bendijo a los niños. Dice que Jesús sanó a los enfermos, enseñó a la gente y oró por los presentes. Citare unas hermosas palabras:

“[Jesús] tomó a sus niños pequeños, uno por uno, y les bendijo, y rogó al Padre por ellos.

“Y cuando hubo hecho esto, lloró de nuevo;

“y habló a la multitud, y les dijo Mirad a vuestros pequeñitos.

“Y he aquí, al levantar la vista para ver, dirigieron la mirada al cielo, y vieron abrirse los cielos, y vieron ángeles que descendían del cielo cual si fuera en medio de fuego … y los ángeles los ministraron” (3 Nefi 17:21-24).

Mis queridos hermanos, que la risa de los niños nos alegre el corazón; que la fe de los niños nos serene el alma; que el amor de los niños inspire nuestras acciones. “Herencia de Jehová son los hijos” (Salmos 127:3). Que nuestro Padre Celestial bendiga siempre a esas dulces almas, a esos amigos especiales del Maestro, es mi humilde y sincera oración.