“¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!
Juan 1:29

Familia premortal
Previo a venir a la tierra, y como parte del plan de salvación originado en el Padre y llevado a cabo por el Hijo, el mismo Jesucristo formó parte de nuestra familia premortal. Su espíritu vino de Padres Celestiales. Fue durante ese tiempo que se ofreció como el Redentor que dicho plan requeriría, para que se pudiese brindar a la humanidad la oportunidad de alcanzar la vida eterna a la manera del Padre Celestial[1]. Nosotros elevamos allí nuestras voces para acoger este plan de salvación y a Jesucristo como su gran mediador.
Familia terrenal
Jesucristo es el Hijo Primogénito y Unigénito del Padre Celestial: es decir, es Su primer hijo espiritual y el único en la carne. Heredó divinidad, inteligencia y poder de su Padre. Heredó de Su madre mortal, María, la capacidad de dar Su vida y de Su Padre Inmortal la capacidad de volverla a tomar, para así cumplir con uno de los gloriosos propósitos de Su mortalidad. Como parte de dicha naturaleza dual en la tierra, Él era el único capaz de llevar a cabo el requerido sacrificio expiatorio. Como una de las grandes expresiones de amor del Padre Celestial y de Jesucristo, este último condescendió a venir a esta tierra a vivir como hombre,[2] a crecer de gracia en gracia,[3] para así poder cumplir con Su ministerio terrenal y Sus grandiosos y eternos propósitos.
Es por eso que viene a nacer en la familia que habían de formar José y María, ambos descendientes directos del rey David y, por lo tanto, de la línea real del pueblo judío. Temporalmente, le correspondía a Jesús reinar sobre el reino de Judá, y lo hubiese podido hacer, de no ser por el dominio romano sobre los judíos en el momento de Su nacimiento y durante Su existencia mortal. Ni en el meridiano de los tiempos ni en las eternidades corresponde que sea ese Su principal reinado.
Sus padres terrenales fueron escogidos para esta monumental obra de criar al Hijo de Dios desde el vientre materno hasta Su muerte en la cruz. Sólo podemos imaginar los sentimientos y pensamientos de José y María ante esta divina asignación. Sabemos que Jesús creció en el seno de una familia que contaba con padres justos, dignos y fieles. Se describe a María en las Escrituras como “…¡muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres”[4] y “… has hallado gracia delante de Dios.”[5]. Su testimonio expresado en los versículos de Lucas 1:46-55 nos demuestran lo firme de su conversión y de su disponibilidad de ser el vehículo por el cual el Redentor de Israel, el Mesías prometido, nacería para llegar a salvar a Su pueblo de sus pecados y restaurarlos al camino verdadero. José, a su vez, es descrito así: “era justo y no quería infamarla, quiso dejarla secretamente”[6]. Ante las circunstancias del embarazo de María, su amor por ella le llevó a elegir una solución privada que preservaría la vida de su desposada, en vez de la alternativa pública que provocaría su muerte. La conducta de José fue premiada con la visita de un ángel del Señor, Gabriel, que se le apareció en sueños, le reveló el origen del fruto del vientre de María y le favoreció con las primeras instrucciones en cuanto a la manera de criar al Hijo de Dios. Le indicó el nombre propio que llevaría entre los hombres: “Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”[7]. De acuerdo con la profecía de que el Mesías de Israel habría de nacer de una virgen[8] , José “no la conoció hasta que ella dio a luz a su hijo primogénito”[9]. Ambos padres terrenales obedecieron todo lo que se les instruyó en lo que concernía a Jesús. De Su vida de niño hasta Su adultez podemos notar que Él creció en una familia que cumplió con la fiel y devota crianza de un niño judío de la época. Fue circuncidado a los ocho días y en ese momento se anunció públicamente Su nombre. Fue presentado en el templo a la edad de cuarenta días donde Simeón y Ana pudieron reconocerle y profetizar de Su misión[10]. En resumen, “…el niño crecía, y se fortalecía y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él”[11]. Deseo señalar que encontramos características similares en la familia de Zacarías y Elisabet, cuyo hijo fue Juan, familiar y antecesor de Jesucristo al preparar al pueblo para recibirle. Sobre Juan leemos: “Porque os digo que, entre los nacidos de mujer, no hay mayor profeta que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él”[12]. Considero a ésta como otra familia ejemplar de las sagradas Escrituras en la que Juan fue nutrido para poder cumplir con su misión preordenada por Dios.
Nosotros también somos hijos espirituales del mismo Padre Celestial de Jesús. Es parte del plan de salvación el que nuestro nacimiento se acompañe del olvido de ese maravilloso período de prueba y vida premortal en la presencia de los Padres de nuestro espíritu. Somos enviados a la Tierra desde el mundo premortal al nacer físicamente de padres terrenales[13]. Venimos a obtener un cuerpo físico y a recibir instrucción en cuanto al plan de salvación, idealmente en el seno de nuestra familia, para entonces demostrar nuestra fe y obediencia a los mandamientos y convenios en los que entramos con nuestro Dios. Nuestro desarrollo espiritual va a ser guiado y aumentado línea sobre línea, precepto sobre precepto, gracia sobre gracia, por nuestra obediencia, el amor a Jesucristo nuestro Salvador, la conversión a Su evangelio y el servicio fiel a nuestro prójimo, para que podamos tomar por nosotros mismos el camino que conduce a la vida eterna y entonces ayudar aún a otros. Les testifico que esto se lleva a cabo en las familias, según definidas en la Guía para el Estudio de las Escrituras, que aman al Padre Celestial y a Jesucristo[14].
Familia eterna
Es mi deseo que nuestros obsequios a Jesucristo en esta Pascua de Resurrección y siempre puedan ser una vida agradable a Él, de corazones quebrantados y espíritus contritos, al igual que de amor por Él y por toda la humanidad. Que podamos crecer en esta Tierra al caminar dirigidos por la revelación que viene del Espíritu Santo, que testifica de toda verdad y del Padre y del Hijo. De esta manera, nuestro regalo final a Él será una familia eterna, de generación tras generación, que pueda volver a la presencia de nuestros Padres Celestiales junto con nuestro Salvador y Redentor Jesucristo. Para alcanzarla, es necesario que enseñemos Su evangelio a nuestros hijos, nietos y bisnietos. Al hacerlo a Su manera, podremos facilitar su comprensión[15] y ayudar en la conversión verdadera de ellos al Evangelio de Vida Eterna.